El camino de 5 horas al mediodía del Tayrona fue sofocante, lo mismo que hermoso cuando en algunos momentos del mismo se podía ver claros de montañas verdes, cielo azul y sonidos indescifrables. Nos dejó atontados de cansancio y traspiración el subir y bajar cerros, rocas y vegetación abundante hasta que dimos con Calabazos, el pueblo de diez casas que comunicaba la selva con la ruta a Santa Marta. Nos tomamos dos aguas y paramos la buseta que nos devolvió a la civilización, previo quedarnos dormidos del cansancio y gracias a un pasajero que nos despertó justo, ya que el bus tenía destino final Barranquilla.

A la noche hicimos nuestra última noche de rumba en El Rodadero, con Margarita y Teresa recién llegadas de Barranquilla. A la salida del sitio me lleve un susto de novela: un auto se dispuso a disparar al aire, sacando por la ventanilla su revolver y mi aliento de cercanía (por suerte no paso nada de nada).
Nuestro regreso a Cartagena fue en un puerta puerta que nos deposito frente de nuestra ya casa del Hostal "La Española" de Getsemani (Carrera 30, en la denominada "Media Luna") que cuando llegamos al mediodía del domingo estaba ocupada. Nos fuimos a un Hostal de enfrente, para seguir de cerca con el barrio y su gente, a mismo precio pero mucho mas lindo que nuestro hogar, aunque sin sus gentes y su entorno para con nosotros.
En "La Española" había un personaje increíble del que (creo) nada conté en este viaje: "el Chile". Mezcla de mexicano - hablaba como tal ("chingale guey") - pero chileno de nacimiento, si acaso tuviera un documento de nacionalidad dado que hacia 17 años no pisaba el país trasandino y en verdad prefería los caminos a las fronteras ("no de mochila, de caminante" como dice siempre). Había pasado por 45 días a Estados Unidos y se había quedado 6 años, hasta que "la puta migra cabrona me devolvió", conociendo casi toda America hasta el Canadá. Perpetuamente la America, porque dudamos que tuviera documentación sino tan solo la complicidad de las fronteras terrestres y permeables. Le caímos muy bien al Chile desde nuestra estancia en Cartagena hacía una semana y hasta le decíamos en broma que íbamos a colocar una placa en la puerta del Hostal que habitaba desde hacia 2 años y era como su dueño: "Acá vivió el Chile".
Es así que la última noche hicimos el plan de despedida, previas compras a la tarde de música, ron y café: fuimos a por unas cervezas (al dictador de la salsa "Donde Fidel" - que hasta nos complació con el clásico del sitio "La Juma de Ayer" -), nos comimos unas pizzas en la Plaza de Santo Domingo en la ciudad amurallada al lado de la estatua de Botero (teníamos que despedirnos a lo grande) y a la salida nos fuimos para la “Plaza del Reloj” y “de los Coches” para ver si encontrábamos a alguien que hiciera parte de la despedida, que no podía ser otro que el inefable Chile y su “pinche cabron” acento. Parte del paisaje de esta ciudad, diciendo siempre que somos “los únicos argentinos que le agradaban”, al grito de "Mis amigos" nos recibió con la alegría de siempre y el golpe en la palma de cada risotada.
Entre el Chile y el “Tito” - autentico borrachín que amaba a ese grande de Racing que era Orestes Omar Corbatta, aunque lo apodaban "arepa" porque era de todos los club según la conveniencia, es decir, del que andaba bien, llámese Nacional, Real Cartagena, Racing, Boca, etc. - nos degustamos las ultimas cervezas de este viaje, contando anécdotas y recuerdos de travesías por este Continente.
Nos dormimos tardísimo y nos levantamos al rato, para tomar el vuelo a Bogota. La historia de mi ultima anécdota en tierras cafeteras no podía pasar desapercibida: al llegar a Bogota, los cerebros agentes de la DAS - la policía colombiana - me quisieron impedir el paso de mi mochila de mano porque llevaba unos rones y un aguardiente antioqueño, sin motivo suficiente, ya que si lo compraba en el Free Shop (diez metros adelante) me era permitido llevarlo conmigo. A resultas que mi discusión derivo en que Matías embarcó y yo me fui a Avianca a hacer el despacho del ron y el reclamo, a tal punto que fue tal el lío armado ahí que perdí la conexión a Lima (les juro que esta vuelta no tuve nada que ver). Llegue a la puerta 9 de embarque con la sorpresa de la partida del avión y de mi compañero de viaje, y con no saber que hacer más allá de pasar por mi cabeza que la tierra colombiana era tan amable conmigo que no quería dejarme ir. Claramente la DAS no se la iba a llevar de arriba, así que tras anular mi salida de pasaporte de Colombia empecé a insultarme con medio aeropuerto hasta que pedí los rones requisados - seguramente requisados para cada uno de los agentes - y empecé a compartirlos por todo el aeropuerto: le di uno a un policía de seguridad, otro a un mozo del café, otro a un colombiano mayor que me miraba sin saber que pasaba. Si no eran para mi, no iban a ser para ellos. En fin, después de eso, otra odisea de dos horas (si, dos horas, discutiendo por el impuesto, por la penalidad, por Avianca y por Taca) hasta que me pusieron en lista de espera del próximo vuelo a Lima que salía en módicos 20 minutos, por lo que casi pierdo mi segundo vuelo seguido en una tarde.
Estaba tan caliente que cuando volví a pasar por la DAS me preguntaron por "el café" con la misma intención de los rones (es decir, prepararse unos Juan Valdez en la oficina de ellos), y le dije tantas cosas a la supervisora (desde Uribe hasta la mierda del control migratorio), que agarre mis cosas y pase sin que nadie me dijera nada. Por suerte tome el avión, llegue a Lima 30 minutos antes del vuelo a Buenos Aires y pude retornar al vuelo con Matías. Claro que no todo podía salir bien: una de las maletas quedo en Lima (la mía, obvio) y tendré que ir a buscarla hoy si es posible.
Ahora bien, hay que dejar algo claro: este último incidente no puede eclipsar este viaje de ensueño. Ya sacaremos conclusiones más tranquilos y en Buenos Aires, en estos días. Pero que fue altamente positivo con mis expectativas previas esta claro como el agua de las playas que nos vieron llegar y de las canciones que nos pusieron a guarachar. Tomando parte por esta tierra de hermosas gentes y paisajes, no creo olvidar pese al cansancio del viaje que traigo ahora y que se escribe rápido a nadie que nos dio su guía, su amistad y sus sonrisas. Y si de algún me olvide en estos relatos cortos, o algún sitio no comente cual su merecimiento, quedará en mi retina de aguardiente y sol para siempre, como sucede en cada peregrinar.
El País de la música que descubrí en cada sonido de acordeón (el vallenato y salsa), de noches como días despistando recuerdos, de rumba inacabada y playas de turquesas blancos, arepeante y mestizo, soñador y risueño, olió a delicia. Ahora viene lo más difícil: no saber como olvidar la tierra de gozo y cercanía, de hora de seis y Club Colombia, de verbena constante de azules, rojos y amarillos. ¿Que será del milagro de horizonte y luz, de tierra de bajamar y cafetales, de acordeones naufragantes y musicalidad constante? Seguramente, dejando de lado los poetas ausentes de este viaje, la dicha completa seguirá (“sin dinero y sin cariño, como Carlos Huertas”) en sus calles rojizas y en sus aguardientes interminables. Pero con la dignidad de “tierra grata y honesta”, la que mi historia llevará en su nombre.
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