“Cuando escriban la historia los buenos,
al final vencedores,
se sabrá que no usamos veneno,
como aroma de flores”
Tengo ganas de hablar con la misma exactitud que no tienen sus calles, con la misma espera que jamás allí se encuentra. Pero es imposible. Y tal vez por ello. Candentes se hacen sus aromas y sus haciendas, ciudad de cultura y riqueza, ciudad sin mapas ni acertijos. Santa que no lo es, clara que no deja verse, así se nos apareció, de un sopetón, la segunda de las heroicas ciudades, tal vez el desnivel moderno que desencadeno las transformaciones.
Allí donde el Parque Leoncio Vidal es caminata ineludible, donde sus accesos motorizados están prohibidos en sus cuatro aceras circundantes. Ese mismo que en algún momento cobró el derecho a sentarse las sillas y sillones de metal entre cinco y diez centavos, y contenía dos paseos, uno para blancos y otro para negros, símbolo de la discriminación racial imperante. Ese mismo que tras el triunfo revolucionario dejó su pasado oscuro. Ese mismo que se topa hoy la carretera central, haciéndose calle lateral.
El descanso es nulo, la majestuosidad no da chance alguna. Sin embargo, el devenir del poblado en la ciudad, casi sus silencios, nos despierta con sus pasos, como queriéndonos adoptar en sus desniveles. No se si podría decirse lo siguiente en relación a Nazareno, pero para mi ha sido una de las ciudades emblemas, por excelencia. Difícil explicar lo que uno siente en estas líneas encuadernadas, pero estando aquí, abrigo una suerte de privilegio digno, un estado de animo especial al de otras, también especiales, cual tributo a su pasado reciente, cual mirada descubierta y brillante. Necesidad, movimiento, casi como un Copelia en sus abismos, la Santa de las Claras tiene el aspecto más elegante de la Isla. Naturalmente, casi sin decirlo, se ve transitar su andar. La más argentina de las caribeñas, la que supo acompañar al Guevara sin vacilaciones y le dio esfinge global. Porqué, después de todo, ¿qué es Santa Clara sin Che, y qué fue Guevara sin ella?. En el momento exacto, los dos se encontraron y consolidaron la esperanza, hasta la victoria.
La concebí mía al momento de verla, como los grandes amores, a tal punto que mi primer paso quise besarla en su frente, sigiloso, en su actitud de respecto por la sublime. Escenario de la última de las batallas con las que se alcanzó el triunfo revolucionario del 1º de enero de 1959, aquí nos sentimos dichosos de estar en la ciudad amiga de mi argentinidad, en la “ciudad del Che”, la de mirar las hazañas de compatriotas pero con la cercanía que da el estar, desmitificar, interrogarse. Plenos. Seguros. Así como lo decimos, en Santa Clara el reloj corre más aprisa que nuestras vistas, más rápido que el corazón. Toda una villa de techos rojos y paredes añejas "se despierta para vernos", parafraseando al gran Carlos Puebla.
Hay, como todo, dos Santas Claras. La que vimos la noche del primer día, turística, capitalista, en el bar del Hotel Santa Clara Libre, en el callejón que da al Parque Vidal. Esa ciudad hasta desencantaría al más dogmático del sistema, la de las chicas de saldo y sonrisas, la de las jineteras hermosuras que interrogaban antes de hablar.
La otra Santa Clara nos volvió a mostrar la regla cubana por excelencia. Esa de que la primera impresión no es lo que cuenta. La ciudad de la gente que hay, del contentarse con un sonido de grabador y un sorbo de ron casero.
Esa ciudad la conocimos de casualidad, cuando entramos en una librería cercana al Parque, sobre Calle Estévez, después de que Nazareno retratara a unos “pioneros”. Un poco por los libros que siempre ojeamos, pero más por la sonrisa de una cajera de la tienda que nos golpeó sin estridencias, pero con las dulzuras propias de este mundo y nos invito a conocer "El Mejunje", un centro cultural de música tradicional cubana y uno de los pocos lugares en Cuba que ha logrado nuclear desde hace unos años a todos sin excepción, desde abuelos amantes del bolero hasta espectáculos travestis y homosexuales.
La noche que caímos al sitio cantó una orquesta de abuelos mayores el viejo son tradicional, en horas de “tres” y guitarras, y aprendimos en la pista rodeada de gradas (tribunas) algunos pasitos de vieja trova. Lo curioso de la noche fue que invitamos cuba libre a todo el local y el barban dejó su puesto por unos minutos para conseguir unos litros de cola, y volver con la petición cumplida.
En el baño leí el siguiente graffiti, típica ocurrencia cubana: “Si después de hacer el amor da las gracias, eso es educación sexual…”, y cuando sonó esa Romanza de Silvio interpretada con el contrapunto villaclareño, nos invadió una caricia de estrellas y rones que empiezan a extrañar la Isla grande.
Ya te estoy recordando Rosana,
aunque no te hayas ido.
El lucero que brilla mañana
es lo que te he querido.
Ya te estoy recordando, elegida,
como un reo en la sombra
resucita el color de la vida,
lo acaricia y lo nombra.
Al otro día fuimos a homenajear a los grandes de esta tierra, fuimos a dejarle unas flores al Mausoleo del Che, que contiene sus restos desde el año 1997, en relato que merece separado comentario y haciendo votos para que "descienda a mi ciudad, tu ejemplo", como le escribimos en la carta con Nazareno. Plaza de la Revolución de Santa Clara. Plaza Ernesto Guevara. Esfinge global de hombre nuevo. De condición de revolucionario. De amor. Ya casi. Ya casi nos vamos camino a Varadero echando de menos esta ciudad amiga de Las Villas.
Cuba, febrero de 2000.
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