miércoles, 21 de diciembre de 2005

Los Cayos

Resplandor de luces a la hora donde el descanso no tiene fin. Sin saberlo, allí se hallaban los dos amigos de Acapulco, un año después, cumpliendo la promesa de la isla, saciando de sed sus corazones.
Era todo lo que la naturaleza podía brindarles, la sal del Caribe impregnó sus cuerpos mezclándose con el placer más sublime de la tierra, el de descansar la vista en el turquesa del mar, mezcla de topacio y los celestes más hermosos que pueda el ojo humano imaginar. Música suave de marea y grabador, sonido tenue de son que adormecía por la maravillosidad del encuentro de los jóvenes y la brisa blanda que venía del norte.
No existían las preocupaciones, malditas sombras de las ciudades, sí acoso alguna vez hubieran existido en su estancia. No merodeaban ninguno de los fantasmas acostumbrados de las noches holguineras, los que en cada descanso diario mutilaba sus magnificas jornadas en aquella ciudad con pesadillas y recuerdos malévolos de figuras cuasi aterradoras, impidiéndole escapar de amores pasados y atroces situaciones. No hacían falta alas, pues al ras de las blancas arenas, sentían un vuelo bajo en el cosquilleo de las plantas de sus pies, tan lejano a sus acostumbrados empedrados porteños. Fue quizás el rayo de luz más atronador en su travesía por la isla, por la sencilla razón de que no les brindó menos que la sublime belleza, más que cualquier otro paisaje hermoso. El horizonte les mostraba la paz, esa clase de estado al cual se accede después de despejar completamente la mente de olores y preocupaciones, centenarias costumbres y deudas externas.
No pudieron abstraerse nunca más de aquel lugar, como una condición impuesta al resto de sus días sobre este mundo. Desde ese instante de azulina fastuosidad, la isla grande les fue, más que gente, solidaridades y socialismos a aspirar: hermosura. Rozaron por instantes la belleza, tal vez oponiéndose al Aute que les cantaba desde el aparato en la arena, casi desde la bombilla de su mate y sus costumbres. No se decían palabra, tampoco había motivo para decirlas. Tal vez eran imposibles para con el lugar, para descifrarlo, y junto a él, sus soledades

Los Cayos, febrero de 2000.

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