como un ladrón entró,
por la ventana.”
Las provincias de Camagüey, Ciego de Avila y Santa Clara, además de sus bellezas innatas, se reparten unos mil seiscientos cayos que conforman una especie de archipiélago perpendicular a la geografía de la isla, sobre el atlántico. Las islas de la Isla, esos escasos y deshabitados lugares, robaban los rasgones de las pérdidas y los años a cualquiera que quisiera visitarlas, y dejarse llevar por ellas. Es que los cayos de esa parte de la tierra tienen, y en esa afirmación apostamos algunos de ellos, el atardecer más naranja del mundo.
El cayo al cual nos dirigíamos debía su nombre no al exquisito producto de la palmera, que los había en cantidades abismales, sino a una especie autóctona de pájaro, el “cocó”, que recibe aún hoy a las esporádicas visitas humanas junto a otros tan raros como los pecheros, los juanviviés o los sinsontillos, y que conforman casi el ochenta por ciento de la superficie del Cayo Coco, declarado por la República Parque Natural, junto con la vegetación nativa y virgen.
“Veintiún kilómetros de playas y algunos pocos hoteles” dirían los prospectos turísticos, aunque a nosotros sólo nos interesaba lo primero. Ya sabían que allí nos olvidariamos de hospedajes, de sabanas blancas, de duros colchones, y abrazariamos asientos y estrellas noctámbulas desde el diminuto auto azul. Es que en el Cayo sólo existían hoteles cinco estrellas, ciudades ensimismadas que el capital mixto socialista-extranjero permitía en la isla y que Marx jamás pudo disfrutar, conformando superioridades inalcanzables para sus bolsillos. “Doscientos veinte dólares la noche, per capita”, les advirtieron los conocedores del lugar. “Ni locos”, nos dijimos, ausentes de miedos, imaginando aventuras por alcanzar.
Mientras el relato prosigue, el camino que empieza en el mar nos condujo a los islotes de la costa cubana, sobre el ras de las olas, y el celeste cielo que nunca llegaba recordaba la verdad de todos los pasos. Eran cerca de las ocho de la mañana cuando dimos con el pedraplén que une la isla con la belleza.
Nos pareció tan increíble el trayecto a la hora donde nadie parece vivir que nos detuvimos un rato en sus medios. Días posteriores supimos que hacia apenas dos años atrás, el único modo de llegar hasta allí era en una embarcación marítima que los unía, semejante a aquella que nos condujo al Cayo Granma, en Santiago de Cuba. En ese momento, pedraplén y peaje mediante, que bien valió unas risotadas al aire del trópico, se accedía por la ruta desde la ciudad de Morón en cualquier medio de locomoción, aunque es de manifestar que tras despedirnos de la noche camagüeyana, desviamos en triangular camino por Florida, por lo que jamás pisamos la primera de las ciudades descriptas.
Florida, la ciudad que sonaba familiar y que permitió mitigar el sueño con unos ricos cafés al costado de la Carretera Central, entre fotos del Guevara eterno y el arrancar del campesinado a los seis de la mañana, nos detuvo más minutos de lo esperado. Sin tantas palabras, fue allí donde ahuyentamos al cierre de los ojos y compramos dos sombreros guajiros a un hombre que fue asaltado por la sorpresa de vernos extranjeros, en un sitio tan poco acostumbrado a los mismos. Unas cuantas fotos de Nazareno, algunos bocados de queso que duraron segundos en la boca pastosa de la noche pasada y ya nos encontrábamos en el camino de asfalto sobre el mar del oleaje inmenso.
El sol, molesto e inevitable, se había impregnado por sobre el horizonte, provocándonos un sueño de la muerte, aunque seguimos camino atentos a las maravillas que encontrábamos a medida que nos internábamos al Cayo, a las lagunas pequeñas que se formaban entre las arenas y los esquivos arbustos de sus comienzos.
- “¿Y ahora?”, recuerdo que pregunté, cuando ya habían pasado unos minutos de ingresados al islote.
- “Y no sé... preguntemos”, contestó en broma Nazareno, después de no observarse rastros humanos desde hacia más de dos horas. Decidimos ir hacia el norte, hacia lo que creíamos playa y “tiramos un rato”, mientras el sonido alto del auto transmitía los acordes de “Donde habita el olvido” de Sabina, lo único que parecía escucharse en kilómetros de virginidad y desolación, hecha a la medida del momento.
“Tenía ojeras malvas, y barro en el tacón...” decía con vehemencia el español, tratando de despertarnos y amordazar los alientos de las salidas de ayer, con una tenue diferencia: recordando todo de la noche anterior y de las demasiadas cervezas. Pasamos la única rotonda que encontramos eligiendo, entre los cuatro caminos posibles, el horizonte y el norte, tratando de oler el perfume del atlántico a la distancia, como aquella única vez en un casino en el país natal. Tal vez allí hubiésemos sido millonarios: acertamos el pleno al dar con el edificado lujoso del Hotel Tryp Cayo Coco, y enseguida ingresamos a su grandiosidad, bajando la música, subiendo sus palpitaciones.
Sus blancas formas y su vista deslumbrante desde el bar principal nos vieron acercarse, paso a paso, a sus misterios. Nadie nos detuvo al confundirnos, una vez más, por turistas, y el aproximarnos a la piscina y a dos reposeras, fue todo un producto cabal del cansancio instintivo que llevábamos. Sin decir nada, allá nos dirigimos. No recuerdo muy bien como ni porque, pero una vez recostados los cuerpos, nos venció certeramente la fatiga arrastrada de dos días camagüeyanos, después de reponernos de la majeza del hotel. Entramos, en silencio, en ese estado aletargado, donde se besan los nombres que se perpetúan, y se supone muerto al latido, compañero existencial del alma.
Nos despertamos una vez que el sol en las alturas dio la una en las pieles transpiradas y morenas, algo tontos con el calor y la somnolencia del levantarse, a tal punto que tardamos en reponer el habla unos minutos. El propio estado descripto nos condujo, también instintivamente, a un chapuzón en la pileta del hotel, salvándonos sólo de la calcina estrella las frentes superiores de sus rostros, que habían sido protegidas por los sombreros de paja que traíamos consigo y que alejaron los rayos del sol del mediodía de los ojos.
Sólo unos minutos después tuvimos el primer altercado con los guardias del hotel. Los hombres de la seguridad se habían dado cuenta de la falta, en nuestras muñecas, de la pulsera identificatoria de los hoteles con servicio all inclusive. Se acerco uno a mi persona, y la verdad, escondiendo todas las buenas maneras que habían tenido Cuba y su gente todos esos meses. Ello, más el cansancio de días, fue un coctel de pocos amigos y produzco un dialogo que mas o menos fue el siguiente.
- “¿Los caballeros se hospedan en el hotel?”, preguntó.
- “No. ¿Por qué?”, le contesté.
- “Por las pulsera identificatorias del hotel...”, respondió el guardia.
- “Si no se hospedan en el hotel, deben retirarse los caballeros...”, completó otro, que ya se había acercado también, señalando la salida, y pareciendo querer llamar más la atención de los turistas que rodeaban la alberca. La verdad que es difícil de describirlo aquí, pero juro que lo pidió de tan mala manera, que exploté.
- “¿¡Qué te crees qué soy un perro, qué llevo pulsera...!?”, me salio decirle, entre otras cosas.
- “No, señor, no se ponga mal, pero se va´ tener que retirar”, repitió el último de los hombres.
- “¿Desde cuando esto es privado?”, interrogué, ya provocativo, rozando la insolencia, y cada vez (debo reconocerlo) más ofuscado.
- “Donde Usted se encuentra es privado, Señor”, buscó ser amable, con su tono, esta vez, el seguridad.
- “Bueno, entonces me voy a posar a la playa... ¡y guay del que me quiera sacar!. Las playas son públicas. Primera medida del Gobierno de la Revolución...”, le dije, ya fuera de la piscina. Esto sin duda aumentó la tensión. Debo decir algo: lo repetí además en voz más alta, y ya desafiante con el resto del Hotel.
- “Igual ya nos íbamos...”, interrumpió Nazareno, tratando de poner paños fríos al asunto. “Dejalo, ya fue”, me dijo por lo bajo. A esa altura, venia de otra Cuba, y sin duda pesaba en los ojos pardos toda la furia de varios días. Pero seguí. No me importo. Tal vez parte de mis estudios del sistema cubano, el querer indagar sobre los misterios de los ciudades ensimismadas de 5 estrellas y el socialismo. Los empleados ya se habían juntado alrededor de la pileta, y poco entendían los gritos, pero intuían nuestro cabroneo.
- “¡La c... de su madre...! ¿¡Que voy a infestarle la pileta!?”, les conteste a Naza, para que lo escuche el Hotel.
- “Tiene razón, mi amigo. Pero nosotro´ sólo somo´ empleados”, me decían algunos cubanos, tratando de calmarme.
Después del corto incidente, levantamos las pocas cosas, sombrero guajiro incluido, en forma tan lenta como fuese posible (hasta me senté unos minutos en la reposera… para ponerme las ojotas), y nos alejamos del Tryp. Recién un rato después, eterno silencio mediante en el auto, le sentencie con bronca a Nazareno: “Tendría que haberles meado la pileta...”, dije al aire, lo que provocó la carcajada de ambos y el quedar atrás los pequeños sucesos del mediodía y del cansancio. Tal vez entendiendo en un segundo que lo diminuto no puede empañar al horizonte.
La ruta que bordeaba el mar nos llevó, calada a calada, minuto a minuto, hasta hacerse tierra y arena, hasta comenzar a preguntarse, una vez más, por rastros de civilización que a veces no se quieren pero se necesitan. De esa manera transcurrieron minutos eternos que se hicieron incertidumbre en la tarde del Cayo, cuando la vegetación espesa hace cada vez más estrecho el camino transitado.
Justo allí, como en los fondos de las situaciones límites, nos topamos con una bifurcación y un pequeño cartel de madera, añejo de tiempo y derruido por la salitre, que mencionaba en una letra pintada a mano la indicación: “Playa Escondida”.
- “Dale para la playa”, le dije. “De última volvemos ¿no?”.
Tomamos la derecha cuando en unos dobleces de camino dimos con el lugar: la punta de una caleta que unía dos pequeñas bahías rocosas y azulinas, un pequeño parador de paja y madera negra que devolvió la alegría - inconcebible a veces – de tener noticias acerca de hombres y civilizaciones.
Al ver estacionado en el mismo lugar un tractor, tan verde como despintado, y que casi tapaba la bajada del sol, detuvimos el auto, como instintivamente, como de este mundo. El corazón sí que sabe elegir. Como el reflejo de dos viajantes, no se equivoca, no sabe olvidar. Es repentino, como las preguntas acertadas, como la gente que hace topar en nuestras vidas.
- “Buenas…”, dijimos, al bajar del auto, al ingresar al parador.
- “Buenas Tardes”, contestaron los tres hombres que había en el lugar. En primera mirada, dos de ellos no parecían de allí, estaban detrás del mostrador que atendía el otro, con el apuro de la charla de todos los días.
Y como no teníamos más presentaciones que nuestra sinceridad, aquella misma que en la isla nos había dado tan buenos frutos, pensamos, en un segundo, porque cambiarla ahora, como el autentico modo que la llevamos siempre con nosotros y en la Cuba holguinera.
- “¿Qué tal?. Mire – dijimos, mirando al hombre del otro lado del mostrador -, recién hemos llegado a los Cayos y, la verdad, mucho no conocimos. Somos estudiantes en Holguín, y estamos viajando por la isla”.
Sabíamos de la palabra mágica (“estudiante”), y eso bastó para que pasáramos las horas de la tarde conociendo el lugar por los relatos de quienes más lo conocían. Para ello, para tan rápido entrar en confianza, bajamos al desierto lugar el grabador y la heladerita, y convidamos, como siempre lo hacíamos, cerveza a los lugareños. La deferencia fue tomada muy bien por los hombres, incluso a pesar de que el sitio ofreciera las más variadas bebidas. Tal como solía sucedernos en los lugares turísticos de la Isla, primero nos habían mostrado desconfianza, pero al conocer las simplezas y semejanzas, pronto las perdían.
Así nos enteramos que el tractor estacionado allí era de Arley y Jaruley, escaso y de piel clara el primero; gordo y moreno el segundo, quienes eran los fumigadores del cayo. A esa altura, ya terminando sus jornadas laborales, pasaban por el lugar para saludar a Roberto, el hombre que atendía el parador.
- “¿Y qué se puede hacer a la noche por acá?”, curioseó Nazareno, tras rato largo de charla, como quien lo hace sólo por preguntar, solo por conversar.
- “Hoy se vienen con nosotros al Playa Azul. Allí vamo´ los trabajadores de lo´ hotele´, y se quedan en el apartamento. Verán, mi´ amigo´, se pone bueno eso eh...”, dijeron los fumigadores, en su particular acento.
- “¿Les parecen?. ¿No molestamos?”.
- “No, que va´. Se vienen con nosotros. No se habla más”. Así de simple se arregló la noche.
Contamos la anécdota del Tryp vivida escasas horas antes, y los lugareños rieron a rabiar, imaginando la situación, tratando de descifrar en el relato quienes eran los guardias del hotel, a los cuales conocían.
- “Aquí ningún extranjero ha venido por su cuenta”, mencionó Roberto.
- “Que io´ sepa, son los primeros”, rió el moreno Jaruley.
De esta forma siguieron las conversaciones, entre todos por momentos, entre algunos por otros, terminando las cervezas, cayendo de apoco el sol en el sitio de dos bahías. El parador era, como todo allí, propiedad de la empresa del gobierno, y Roberto trabajaba allí cinco días a la semana, extrañando a su familia que residía en Morón, la ciudad más cercana e importante a los Cayos, Provincia de Ciego de Ávila. Tenía unos cuantos troncos que servían de asientos y mesas, entre la arena fría del suelo de la tarde, entre las columnas que mantenían la estructura de paja. No existía luz artificial, ni hacía falta más que un calentador que alumbraba lo poco que la hermosura no daba gratis.
Un pequeño muelle, troncos flacos del ramaje, completos y derruidos, completaba la imagen entre las rocas de la punta de las bahías. A escasos cinco metros, la bravura quieta y azulina del atlántico, como acantilados de la nada, de siempre.
El hombre mayor nos ofreció comer allí, bajando la tarifa normal que cobraba a los turistas, continuando con los parlamentos.
- “Tengo pez espada, algunas morenas, pulpo...”, mencionó, cual menú.
- “¿Langosta?. Siempre quise probarla pero nunca pude...”, explicó Nazareno.
- “¿Nunca probaste?”, le pregunté.
- “Nunca”.
- “Es rica. Y mira que a mi el marisco mucho no me gusta”, recuerdo que le dije.
- “¿Allá que comen?”, preguntó Arley.
- “Asado. Carne vacuna”.
- “A ver... esperen por aquí. Ia` vuelvo”, insinúo Roberto, después de quedarse pensativo unos segundos. El hombre salió detrás del mostrador y se dirigió detrás del parador, donde había un cuarto pequeño que servia de deposito y dormitorio del trabajador. Roberto, con una velocidad de fortaleza atacada, se calzo una bolsa a cuestas, antiparras y patas de rana, y se orientó a la orilla de la bahía, ingresando a unos 40 metros de la costa.
Fueron escasos minutos que la curiosa acción hizo que todos allí depositáramos la atención en la maniobra, sin pronunciar palabra, observando como Roberto se sumergía en el agua que, azul profunda, empezaba a reflejar la caída del sol. Fue vertiginoso el tiempo entre el nado inicial del cubano, el quedarse flotando en la superficie observando el fondo del mar tras sus antiparras y la repentina inversión en las mansas.
El hombre tostado y apenas canoso, de flaca y arrugada tez, salió del mar con algo en su bolsa, y la verdad, desde ese momento, no pudimos reponernos más del lugar y de Roberto. Parecía un crustáceo, aunque no se observaban sus tenazas y su cuerpo mediano. Recién cuando el cubano regresó al parador, terminamos de restablecer los asombros iniciales. En análoga e impredecible acción posterior, Roberto tomó la langosta con su mano izquierda, le rebano la cabeza y la limpio en unos minutos hasta guardarla en una pequeña heladera que mantenía el frío, similar a la nuestra, aunque más espaciosa.
Entre la entrada en las mansas, la inmersión del hombre y el crustáceo a la vista, quedamos sinceramente atónitos. Inconscientes de tanta crudeza, y amparados en la ley del asombro, esa que resuelve que todo puede darse en el reino de los cielos, mientras Roberto reponía su aliento secando su pecho bronceado con una toalla.
- “Ahora podrán comer langosta”, mencionó casi sonriendo, con el habla todavía agitada.
Recuerdo que sin mucho convencimiento y sin abandonar aún la sorpresa, le dijimos que no hacia falta que se meta al agua. Que estábamos hablando “no` mas”. Y el contestó: “Mis amigos, si puedo servirles: ¿Por qué no voy a hacerlo?. Además, necesitaba una. Se habían acabado...”, nos explicó, sin ser escuchado muy bien, y se hecho a reír, junto a los demás. Incluso nosotros explotamos en esas carcajadas que no se sabe muy bien porque surgen, después de querer pellizcarnos para comprobar que toda aquello no había sido producto de una visión de dos. Justo la misma que a las 6 de la tarde deposita las postales en los libros, cual deidad por descubrir, nos miró para la eternidad de sus vidas. Privilegiados en la tierra sin privilegios, tal vez hallábamos, sin quererlo, lo que valía la pena en las jóvenes sabias.
Por esa altura, Arley y Jaruley se despidieron indicando el camino de la noche, y el grabador que habíamos depositado en la barra del bar, hasta ese momento inutilizado, comenzó tenuemente a sonar, tímidamente primero, con lo ultimo que venia escuchando, el español de la voz ronca que tanto gusta a Nazareno.
“Ella le pidió que la llevara al fin del mundo... el puso a su nombre todas las olas del mar...”, se escuchaba en el horizonte rojigualda, ese que cortaba más que ninguno las charlas posibles para contemplarlo en silencio, como se contemplan las maravillas. Sólo apoyando sus cuerpos en la baranda de troncos que dividía el parador de la arena. Sólo dejando la mente libre de pesadillas, horarios, afectos. Únicamente recuerdos, los cuales son siempre benevolentes con uno mismo, ya que en el paraíso no pueden caber pensamientos negros, ni crueles huracanes.
La tarde se hizo roja y el sonido del grabador nos acompañaba con pasmosa justeza, para no abandonar a las suertes. Mientras terminábamos las cervezas, mientras el oleaje caía con furiosa hermosura. Éramos ricos en el sentido más exacto del término, sin materialidades, o extravagancias de este mundo. Destrezas de la juventud que no quería irse de allí por nada, ni nadie, ni siquiera de la costa que teníamos ante los ojos. Los juro que ni todas las divisas del mundo podrían comprar aquel atardecer en Playa Escondida. Más que mágico, invariablemente real, impregnando en los sentidos toda la paz del pensar en nada. Nos duró segundos ese estado que en realidad fueron horas mentales, tal vez lo que duró la canción descrita, no lo se, pero en corazón que mira internamente en segundos, siéndonos poco a los recuerdos.
Haciendo un guiño a nuestras vidas, parecía que después de ese día nada seria igual. Cuando se conoce lo sublime y se intuye que lo es, sólo se trata de guardar ese momento en la memoria, en los sentidos y en los olores, dejando que a uno le venza la divinidad.
Parecía que se podía tocar el cielo celeste y naranja de los chispazos, surgía que podía hacerse lo imposible en aquel atardecer, hasta una Revolución. Veníamos de la ciudad de Guillen, que consideró en regalarme su amor incondicional por los bares y sitios de otro mundo, como este, asemejado a nuestros pareceres.
“Amo los bares y tabernas
junto al mar,
donde la gente charla y bebe
sólo por beber y charlar”
Así nos contaba el poeta nacional, y era entendible, sí se hubiera visto el bar de Roberto en Playa Escondida aquel febrero. Aquellas aguas no eran tan bellas como otras antes conocidas, pero tal vez fueron las únicas en nuestras vidas que pudieron detener al tiempo, reservándonos a sus soplidos y a su oleaje toda la paz que no había en otras crónicas.
- “¿Como se acostumbra a tanta belleza, Roberto?”, pregunté, tras un rato en silencio, Martín.
- “No me acostumbro...”, contestó el hombre canoso, mientras seguía escuchándose por lo bajo la sinfonía de dos mundos. Como en un film, cuando hablaban, la marea y el grabador dejaban de latir. “Esta es la mejor hora. Tomarse un tiempo, fumarse un cigarrito, y mirar...”, completó.
El silencio pareció corresponderle. A esa altura tanto nosotros como Roberto deseábamos simplemente hacernos perpetuos amigos, queriendo continuar con el conocimiento mutuo que tanto se disfrutaba, como los códigos y las leyes, como las formulas y las curaciones salvadoras. Siguieron diálogos que se recuerdan, que no tienen sentido, que se dicen por dialogar nomás, pero que el lugar no puede olvidarlos.
- “Los turistas a esta hora nunca vienen”.
- “Ellos se lo pierden...”.
- “Si. Esta hora y el amanecer. A mi me gustan cantidad”.
- “¿A que hora se levanta?”.
- “Seis, siete, estoy arriba ia”.
- “Es decir que ya es bastante noche para Usted. Lo estamos haciendo quedar hasta tarde”.
- “No es molestia, mis amigos. Yo estoy sólo todo el día”.
A eso de las siete, Roberto colocó en la parrilla ubicada en la parte trasera del mostrador, dos grandes bisteques de langosta, blancos y anaranjados, sin otro condimento más que la brisa sedienta y constante de la marea. Ya el clima era mas frío, ya el instante que detuvo las palpitaciones nos volvió a despertar, una vez que el grabador concluyó con sus mujeres prohibidas y sus ojos veneno, una vez que el sol comenzó a ensombrecer. Ya, la marea, gritaba sus ondulaciones más cerca, volumen exquisito e imponente que no dejaba lugar a huidas y hacia levantar levemente la voz.
En mi caso, el único de los dos que había probado alguna vez la carne de langosta hasta ese momento, desconfíe del preparado precario. Pero en honor a la verdad, erre las premoniciones por milenios. El plato asado por Roberto fue delicioso, como la noche, que cayo sin más luz que la del farol puesto entre plato y plato, sin más rostro que el de la luna y los propios, que torno el azul profundo y oscuro del mar como un misterioso ajuar, perpetuamente quieto, continuamente tentador.
- “Se extraña la familia ¿no?”.
- “Si, se extraña. Pero esto se hace por ellos”.
- “Acá se gana mejor”.
- “Con el turismo se gana más. A mi mucho no me gusta. Pero hay diferencias”.
- “Lo notamos todo este tiempo desde que estamos”.
- “¿Y su familia como se compone?”, preguntamos.
- “La esposa y la hija. ¿La de Ustedes?”.
- “Padre, madre y hermano”.
- “Igual, pero en vez de hermano, hermana”, completó Nazareno, con la luna ya asomada en el horizonte.
Los diálogos se sucedieron, simples, como su enseñanza y la vista en las estrellas del cielo abierto del afuera de las pajas. Contándonos de nosotros, la vigilia nos fue sincerando a medida que las cervezas se sucedían, lentamente, con la simpleza de hablar sin extravagancias, como de los peces de la entrante y las heridas de pesca, como de los gajes del socialismo real y el de los libros.
Los Cayos, febrero de 2000.
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