“No puedo ir a Camaguey sin repasarlo,
como una remota lección que no quiero olvidar”
Nicolás Guillén
Camagüey es la provincia de mayor extensión territorial de la Isla, con una geografía prácticamente llana y una sincera vocación por la ganadería vacuna, aunque no sea de gran condición. La ciudad capital, del mismo nombre, fue fundada hacia 1515, aunque los españoles la bautizaron en ese entonces como “Santa María del Puerto del Príncipe”. El nombre que primó a la postre desde 1903, con el que se identifica la provincia y su ciudad capital, fue el actual que le dieron los aborígenes.
Primeramente hay que mencionar que Camagüey dio vida al poeta nacional de Cuba, y con ese dato casi fresco e imprevisto, comenzó por sernos intima, y morena, como Nicolás, el gran Guillen. También hay que decir que aquí la cerveza lleva el nombre de un río, el Tinima, que identifica a la ciudad junto al otro que también la atraviesa, el Hatibonico. Viniendo de Santa Lucia, de las playas de esa Provincia, toda la luminosidad de sus iglesias exhaustas, repetidas, significó un encuentro de ayer con la religiosidad gloriosa de un pueblo y el colonialismo. Fruto e identificación sincera con su pasado, y “Cuna del Mayor”, por haber nacido allí el relevante patriota cubano (el Mayor General) Ignacio Agramonte y Loynaz, ese héroe inflexible que joven había logrado impregnarle a los cubanos todos el grito de “Independencia o Muerte”.
Llegamos a la ciudad como se llega el sonido de guitarras de Silvio, desde el auto, mientras en sus medios nos corta en dos las vías del Ferrocarril Central de Cuba. Diciendo que es la ciudad “mas católica de la República”, como dicen los dichos, y no no es difícil comprobar el dicho estando aquí: cantidad de Iglesias, practicantes católicos, que los hay, en inmensidad mayor que Holguín.
Los cuatro entramos a sus calles pequeñas y pintorescas cuando el atardecer hacia un paraíso con el rojo infierno del cielo. Inmediatamente a nuestra llegada, fuimos interceptados por sutiles mercaderes de la bicicleta: un total de seis profesionales del ciclo que, después de manejar a la perfección su marqueting sobre ruedas y un módico intercambio de palabras, guiaron al rodado hasta una casa de hospedaje cercana al Parque Agramonte, en el centro de la ciudad. Los pequeños de las destrezas en dos ruedas, desde ese mismo instante, fueron bautizados por Esteban como “los colocadores”.
“¡Lindo pasatiempo este de colocar!”, fueron en realidad las palabras que usó quien al momento conducía el auto y tenía que ejecutar toda clase de malabarismo para no atropellar a los consignatarios en tándem del pueblo. Los “colocadores” componían una curiosa operación divisando al turista extranjero y ofreciéndole los servicios de habitaciones y hospedajes del pueblo. Por ello recibían cierto porcentaje e incluso muchas veces solo los favores de los arrendatarios de propiedades particulares. Y eso en Cuba no es poco. Los favores de algún compañero son cosas del diario oficio de la vida y sus devoluciones propias, también.
Al llegar hasta la casa que los jóvenes en ciclos le fueron indicando a Esteban, la tarde ya caía por las Iglesias. La casona estaba ubicada en la calle San Antonio y pertenecía a un tal “Puchy”, por lo que se podía leer en la tarjeta que los jovenzuelos del arte de colocar nos brindaron cuando nos interceptaron.
El lugar no era gran cosa. Dos baratas habitaciones bastante bien cuidadas, y sobre todo, la noche ahí sin pedirnos permiso, para pasar al living de la casa, lo que hizo que arregláramos el precio casi sin regatearle nada, algo que por su calidad y por la billetera apurada no era para desperdiciar, ni mucho menos. Mientras tanto, los colocadores habían huido con una destreza casi descomunal, inversamente antípoda a su presentación inicial en la entrada de la Carretera Central de Camaguey. Las habitaciones se encontraban en el primer piso del modesto pero confortable hogar. Se accedía a las mismas por una escalera desde el comedor a la casa, y hasta se observaba un timbre, lo primero que el hombre nos mostró: “Si necesitan algo, tocan el timbre ¿Ia?”, nos dijo.
Después de rápidos baños en la casona de balcones escasos, fueron segundos los que depositamos las ansias en las piedras del Parque Agramonte, a dos cuadras del sitio. En la esquina del mismo, la barra de un bar que parecía de otro sitio, sobresalía de la paz de las calles aledañas, camino al cementerio, casi frente a la Casa de la Trova. Aprendices de los misterios, de sus dos caras, madera de las ventanas oscuras, las aceras a esa aguja atardecida se llenaron de crepúsculo, de cantares modernos y clásicos. Las pepillas, escasas y de a tres, se alejaban de la vista a la hora en que las cenas comienzan a servirse. Tras unas vueltas por los alrededores, decidimos con dificultad indecisa cenar en la trova de Camagüey, ante la falta de pueblo, congrí con tostones, tan duros que su precio no daba lugar a quejas.
El caserón era oscuro, como su madera robusta. Denotaba en el aire un sabor a puro, tabaco humeante que nos recordaba parte de su pasado. No la contemplamos tan bien como a las luces que provenían de enfrente, de la esquina de copas y musicalidad, pero nos sirvió para el declararse pareceres guardados por días, semanas de toda una jornada. Pedimos cerveza y trajeron “Tinima”, la camagüeyana que nos pareció horrible.
La Tinima y los aplausos secos de casi diez chicos en el Parque de enfrente, las que llevaban un ritmo raído como la caída del sol, como las sombras que ganaban la libertad de la ciudad, nos hizo marchar de la Trova. Los chicos cantaban estos pequeños versos, y los repetían incesantemente, a un ritmo veloz, como debía ser, explicándonos luego que era una típica canción de salida de campamento.
“Sal, Pedrito, de la vía, que te coge el tren.
Y el guardia también.”
La noche siguió sin tanto astro, pero en compañía de algunas de las gebas del Parque, cuando los muchachos de la ronda desaparecieron sin más, bebiendo unos rones en el mostrador del bar de la esquina, que no tenía impedimentos entre la acera y el mostrador, y al que después de unas vueltas, volvíamos a pasar, y volvíamos a beber. Todo era un ruedo para que Camaguey nos cuente sus secretos, para cobijarse en las sombras anchas de sus Iglesias y su luna estrellada.
Mientras todo sucedía, y venia la caminata escasa por alrededores, la ciudad despertaba más curiosidad y parsimonia. Bajo los tejados rojizos, anaranjados del tiempo, dormían los sueños de la gente, con Agramonte, con Guillén. La paz de los embargos soportados inundaba de descolorido las calles del lado norte de la ciudad, del lado de arriba de las vías y la Carretera Central.
Los carros no son aquellos placeres de Holguín, pero sus conductores pronuncian el mismo “¡Ato!” que los de allá, y ese ruido agorero y constante como un espejismo del gris de sus calles, lo hace asociarse al subconsciente de estos mancebos argentinos. Las aceras, diminutas, solo dejaban caminar a uno, dos, en ocasiones raras.
Al otro día me fui en rapto escaso a la Casa Museo de Nicolás Guillen, y charle cantidad con la guía, una vez que se fueron los escasos dos turistas canadienses que compartieron la guía conmigo. Guillen, casi insuficiente en mi curiosear algo de su prosa de prisa, de su negrura mística, de sus manos yorubas, santeras. Versos de su “canción”, que inmortalizara Milanés en una melodía tan hermosa que se conociera con la frase que comienza el poema y olvidaba su titulo, a veces.
¡De qué callada manera
se me adentra usted sonriendo
como si fuera
la primavera!
(Yo, muriendo.)
Y de qué modo sutil
me derramó en la camisa
todas las flores de abril.
Tras Guillen salte a la calle con mis emociones desordenadas, aunque alegres, de viajante en el disfrute de lo correcto, y me aleje, perdiéndome entre el poblado camagüeyano a pleno de mediodía, para encontrarme con los muchachos. El día se deslizó mas familiarizado con la cubanidad no holguinera, parte misma de mis pareceres hasta el momento. De esta forma, mirando la vida como orientales, lo que es decir ojeando el disfrute de los días con el saberse aportante fundamental de la Revolución, Holguín nos exigía a los cielos cubanos más de lo que podían brindarnos.
Me despido como sus Problemas del Subdesarrollo, inmenso, como su obra, que me llevo, con su prosa de prisa, sus motivos de son.
Monsieur Dupont te llama inculto,porque ignoras cuál era el nieto
preferido de Víctor Hugo.
Herr Müller se ha puesto a gritar,
porque no sabes el día
(exacto) en que murió Bismark.
Tu amigo Mr. Smith,
inglés o yanqui, yo no lo sé,
se subleva cuando escribes shell.
(Parece que ahorras una ele,
y que además pronuncias chel.)
Bueno ¿y qué?
Cuando te toque a ti,
mándales decir cacarajícara,
y que donde está el Aconcagua,
y que quién era Sucre,
y que en qué lugar de este planeta
murió Martí.
Un favor:
Que te hablen siempre en español
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