Para pagar una deuda, se escriben mis versos.
Una deuda pequeña, escasa, sin riendas.
Esta vez es para ella, las palabras sin las alas:
la que me mostró las penas, los ángeles, y sus ojos;
la que me mostró a Buesa.
Dice que es hija de un canal, más leve que sus labios.
Que la bañan aguas claras, de las rosas de los vientos,
más creo yo que ella, es también de esta tierra:
que sus sueños son los míos, aunque poco menos vivos.
Que su pelo le dio néctar, y su acento profanado
de raíces tropicales, es también acorde, de mis propias manos.
Dice también que el amor es cosa de inteligencia.
Que no todo es corazón, aunque a veces me lea a Buesa.
Y uno deberá preguntarse: “¿Qué cosa es esa?”, bañante del mar salado,
distancia de soles fuertes, mujer de oraciones tenues.
Sí los amores cobardes, como dijo el poeta, no llegan a historias,
ni a nada.
Son ejercicios penosos, son pasado en tristes nuevas.
Puede que no entienda, el porqué de esta mañana
en que decidí escribirle, en que decidí observarla.
Más para que son mis versos si no son de estos instantes,
aunque no crea en palabras, aunque me mientan sus ganas.
Con mi sinceridad me hago fuerte, como Ana se hace duda.
Con mi sinceridad digo que ella no es del tiempo, no es de nada.
Es verdad, no fue musa, ni pudo abrazarse a mi espalda.
Pero su piel tenía esa mezcla de tristeza, de fantasmas.
Pero sus ojos corales, negros ojos de carbones,
decían - más que miraban.
Así la recordaré, a pesar de mis tibiezas,
a pesar de las distancias.
Como la niña de un pueblo, heroico de dos orillas,
como la que leía a Buesa, como la que no pudo ser nada.
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