Detenido en el espacio y el tiempo, el oriente tal vez me fue más Cuba que la propia Isla. Tal vez nunca sabré su conocí la Isla, o en verdad conocí a Holguín. Pero en ese tren que partía cada mañana del Hotelito y recorría los parques para sentirme en casa, la prosa de sus calles hacia perder el control de vidas pasadas, de los recuerdos, hasta del caminar rioplatense.
Los cielos holguineros nos hicieron crecer en sus regazos. Escuela de vida, sana como su salud de policlinico, mi argentinidad depositó sus creencias más sinceras en las cercanías del Valle de Mayabe, y no la dejaron irse jamas.
Sus soles cambiantes de la mañana y la tarde fueron la ola que los hizo tener la confianza en los holguineros. Mambises, rebeldes y de victorias. En cada parqueadero de bicicletas. En cada sonido de son.
Yo conocí Cuba. Pero también conocí a Holguín. Para acercarme escasamente a su entendimiento debe decirse eso. La ciudad y mi persona fuimos inquilinos del tiempo, eterno, como el del recuerdo, como el de la vuelta a la realidad ingrata que viví después. De entrada nos vimos de reojo, con la desconfianza de la lejanía. Después, nos fuimos acostumbrando cada uno a sus misterios. Como debe ser. Como la amistad en progreso con Norberto.
La ciudad tenía constantemente el sol en lo alto. Ese sol de mediodía que la miraba de frente para recordarles a los despreocupados que cabía lo mismo que una vista. Las flores invadían los parques, sin toda la intensidad de abril, pero coloreantes y confiadas en sus rojizos párpados. Algún que otro transeúnte razonaba respecto del caos donde se encontraba, como saliéndose del cuerpo de la ciudad, de los zumbidos de la gente. Como quitándose de Holguín. Pero era imposible hacerlo en totalidad.
Sonaba desde una casa vecina unos versos cantados del Silvio eterno (“Gaviota, gaviota, blancura de lirio, aire y bailarina, gaviota de asombro”) que hacían mirar la celeste cubierta del día. Las escasas nubes del horizonte, los pinos que cortorneaban, algún edificio lejano, derruido remedio.
“Somos y seremos socialistas”, encriptaba el mural de la esquina, subliminal, ajado como el proceso de cuatro décadas. Era parte de la rarezas de juventud, saberse ahí, comprender al mundo como excepción, mutilando al mercado para sentirse libre con lo importante. ¿Despues de todo que es la vida sin consumos, humos de medios, desechos navideños?. ¿Sin urgentes ropajes, moldes de tv, desconfios de ventas y de logos?. Es vida, más vida, y menos superficialidades. Eso fue comprendido rápido. Lo que entendería el resto de mi vida lo silbaría años después, cuando la isla de la revolución tardía deje de ser isla para ser transición al mundo de los diarios y periódicos, al mundo que se aconseja.
Íbamos al café de la Calle Libertad, cerca del Calixto Garcia. O en el Hotelito. Siempre hablando. Siempre pensando. Jugando a falsa claridad. Y sin dormir, a veces se nos devolvía la frágil realidad. Pero poco importaba. El temblor de los vuelos no debe perder de vista la propia ave, ensoñadora, sin dirección, surcando luz. "Cafe Cubitas" de mi edad mejor.
- “¿Despues de Fidel, qué?”, era la pregunta constante que constante le hacia. “¿Pero había de haber un qué?”, pensaba, o era vivir la cosa.
- “Despues de Fidel tendrán que volver los amigos de Cuba, como Ustedes, para ayudarnos a sostener la Revolucion”, me decía siempre Norberto, lo que provocaba en mi juventud esa hermosa sensación de sentirme parte de la construcción, y responsable de su sostenimiento. Era exagerado eso, pero no tanto. Era tenue y a la vez descifrable. Era poco y tanto.
A todos los chicos argentinos que conocí esos meses, a Esteban, Mariano y Luciano, nos sucedió algo parecido. Sin interrogarnos por nuestras vidas pasadas, Cuba, o mejor dicho, su gente, nos hacia parte de la responsabilidad de su defensa. La fuente de todo néctar de allí en adelante, de su cimiento, por siempre. Responsabilidad que había que sobrellevar. Y así, creo, lo hicimos y entendimos.
A pesar de lo lejos de esa aventura de días y flores, hoy me siento igual de atado a su suerte de dignidad y gente, a su universo y evolución, que siempre debe venir. Demasiada gigante la holguinera tierra para un corazón de diecisiete. Demasiada cruz para el resto de mis días. Pero que importa, si me bendijo la amistad de Norberto, y Holguín, aquella vez. Mambí, rebelde y de victorias.
Holguin, Cuba, enero de 2000.
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