miércoles, 10 de agosto de 2005

Norberto y Holguin

“Uno es tan grande como el enemigo que elige,
y tan pequeño como el miedo que siente al enfrentarlo”.

Yo conocí a Norberto. El guardia nocturno del Hotelito de Holguín. El que había peleado con el Che. Nuestros mundos eran distintos, pero con esa diferencia que se complementa lo mismo que sana. A veces se nos derribaban esas distinciones, como metiéndonos cuñas a los cansancios, como un garuar tenue en una tarde perdida. Así de simple. Así de lumbres.
Las casonas pequeñas, descuajadas, nos rodeaban en un abrazo tibio. Nuestras miradas enroscaban los cables de las calles, atándonos al lugar, haciéndonos presas de futuros. Un día con el guardia salía tan caro a los afectos que valían por tres, cuatro, un sinfín de luz y calor.
Los árboles quietos, como para no hacer enojar a la marea, distante pero presente, o al pintor retratista de mis ojos. Hay algunos que prefieren las tinieblas de las ciudades a las brisas celestes de la orilla, como si de elegir se tratara la vida. Todo se cree en esa repentina función que es no más que decisiones, qué dejamos, qué podemos hacer valer. Hay, en ellos, quien elige la lluvia, y hay quien elige reír.
Como una marca en mis escamas, a la mitad de la estancia, el mismo día que volví a ver a unos compatriotas, empecé a aprender lo pesado de nuestras mochilas. En un país donde todo se estereotipa, no seriamos ajenos al increíble y amo Fidel. Sabía que debíamos cuidarnos del comentario, pero encarcelar al espíritu, a esa edad, no era una oferta que compraríamos, ni donde estábamos, ni donde estuviéramos en adelante.
Una tarde de enero que volvía temprano de la Universidad, me encontré a Norberto recién llegado al trabajo y, como no cabría más en su sensibilidad, lo invite a “por un café”. Así empezó nuestra amistad, si la podemos llamar así. Norberto, el guardia nocturno del Hotelito de Holguín, el Hotelito de la Universidad. El mismo que “había peleado con el Che”, como me había dicho Mayto. Fuimos hasta el Parque Calixto García, sin pedir permiso a nadie, pues no había porque hacerlo ni a la Administración, y hasta nuestra amistad en progreso, nos siguió.
El café que tomábamos se servía diminuto, en tazas minutas y blancas que se arrebataban con dos dedos de la mano. Ir por un café, entonces y allí, era ir por tres o cuatro pequeñas tazas, entre el calor y las moscas a que uno se acostumbraba al fin, al cabo.
Siempre hablábamos de realidades, de uno, de otro. Siempre nos escuchábamos, pese incluso a mis abruptos juveniles del opinar. Con la confianza indescriptible de la distancia de años y vivencias. “No pago obreros. No pago educación. No pago salud. No pago servicios. ¿Qué es eso?”, me decía Norberto, cuando hablábamos del Estado, para graficar su punto de vista sobre los cambios producidos en los noventa en los Estados latinoamericanos, producto genuino del entonces Dios pagano y totalizante que se llamó “mercado”, que creían los que hoy se rasgan vestiduras y profesaban un mínimo posible de intervención pública. Lo denominaron entonces “Consenso de Washington”.
Recuerdo que en esos días de 1996, compartía, un poco en soledad, debo decirlo, su criterio, pero me situaba más reacio a la totalidad de uno y de otro. E intuía las catastróficas consecuencias de esa generalidad, llamémosla así, que se producía en la primavera menemista argentina y del que mi mundo era parte. Recuerdo que Norberto me decía que lo más difícil no era elegir entre uno y otro, sino asumir el medio de la justicia social, e intentarla.
- “Son elecciones, mi amigo. Siempre son elecciones. A veces no son las mejores, y entonces creo yo que se deben elegir las menos malas. Más o menos lo que hemos hecho nosotros, con Golliat enfrente”, me dijo el primer día y cuando yo le afirme que lo admirable del caso era que no se notaba que tuvieran mucho miedo, me retrucó, riendo: “Que va´ compay. Ellos tienen miedo. Nosotros tenemos principios, que son el mejor antídoto contra el miedo. A Che un día le preguntaron: ¿pero tú no has sentido miedo nunca?. Y el Che respondió: ¡un miedo atroz!. Todos tenemo` miedo. Pero esta es la diferencia fundamental que yo observe en las luchas nuestras. No éramos soldados profesionales, no éramos pagos, no era sólo un trabajo. Nosotros luchamos por la realidad, por transformarla. Ahí el miedo se lleva mejor con la condición de rebelde que, creo, tiene el ser humano”.
La realidad me fue transformando la idea diabólica que traje de Argentina, le decía siempre a él. El no decía nada. Me miraba y me dejaba preguntar. Y me regalaba frases como la que me recitó una noche: “Después de todo, mi padre decía, que uno es tan grande como el enemigo que elige y tan pequeño como el miedo que siente al enfrentarlo. Yo creo siempre en eso, por eso en mi el miedo es secundario”.
Me pareció excelente la frase, y no hacia falta papeles o plumas para recordarla, cual instinto de lo importante, certidumbre de lo mayor. “¿De quien es la frase?”, me acuerdo que le pregunté. Con su estilo de siempre, y sonriendo, me contesto: “¡Que se io´!. Demasiado que a mi edad todavía la recuerdo ¿no?”.
Siempre empezábamos hablando de mujeres, de “gebas”, anécdotas de damas y polleras, para después concluir con historias y opiniones disímiles, pero enriquecedoras. Los dos disfrutábamos de esos silencios eternos, de saborear el café, o de las respiraciones profundas a cada respuesta. Con Norberto, me hacía la pausa holguinera que no tenía, casi como una obligación para ser entendido, con ese léxico tan particular y alterado, que no dejaba opciones al buen español. A pesar de entenderme tranquilo, en esos meses me sobrevolaba una adrenalina circular, concebía una electricidad perdurable, del ir, llegar, no estar, irse. No había desconfianzas, a pesar de sernos extraños, tan lejanos uno a la vida del otro.
Tampoco hablábamos mucho de las particularidades de historia de los dos. De familias, esposas, hermanos. De esas cosas. Tal vez eso nos hacia sinceros uno con otro. Incluso yo sabía menos del cubano que de cualquier otro empleado del Hotel. Cual pacto innato entre los dos, y escaso el tiempo en sus días, como para hablar de la cotidianidad. Siempre le preguntaba por su libro, ni bien lo saludaba. Norberto escribía un libro del Guerrillero Heroico para niños. Y siempre me respondía, invariablemente, lo mismo, “escribiéndose”. Nada más que eso.
Nunca pude leer ni una cuartilla del mismo, a pesar de que observaba al hombre trabajar en él, noche tras noche. “Aquello debía salir de él”, pensaba. “Tal vez no quiera. Aún esta sin terminar. Es una falta de respeto pedírselo”, meditaba. Y volvía, siempre, a preguntarle por el Che. “¿Norberto, como era?. Cuénteme algo, dele... ¿si?”, le rogaba, entre los grillos de la madrugada del Hotelito, y el Cubitas de siempre, como queriendo entender sus sabores caribeños.
- “Che, a diferencia de otros revolucionarios, parecía que buscaba la muerte. Era como sí la enfrentara, como sí la llamara. Eso creaba en nosotros, sus hombres, una preocupación constante, pero un inmenso valor por su persona. Como una veneración. ¿No se si me explico...?. Infinidad de veces, en algunos combates cerrados contra los soldados de la Dictadura, era el primero en arremeter contra el enemigo. ¡Coño, había que andar parándolo!. En una oportunidad, hirieron a su ayudante, Joel Sánchez, y fue él quien se abrió pasó, a fuerza de tiros, lo levantó en sus hombros y lo trajo a nuestra línea. ¡Y no te olvides que Che era ia` el Comandante de la Columna!. Tenía algo de loco, pero un loco serio, que no lo parecía”.
- “¿Y de carácter?”.
- “¡Uf!. Bravo, muy bravo. En general estaba de mal humor, el asma lo tenía loco. ¿Porqué tu sabes que tenía asma no?”.
- “Si, si...”.
- “Creo que el único que le quitaba una sonrisa era Camilo (Cienfuegos). El único que le podía hacerle las peores bromas y sacarle una sonrisa. Eran muy amigos. En una oportunidad, en Las Mercedes, diviso al pelotón y comenzó a disparar, tomándonos por sorpresa. Echados de cuerpo al suelo, tuvimos que rendirnos. El Che levantó una banderilla blanca, en símbolo de rendición. Y allí llegó Camilo, riendo y gritando: ¡Hice rendir al Che!. ¡Hice rendir al Che!. Cuando el Che lo divisó, comenzó a insultarlo, de pies a cabeza, así como se insultan Ustedes aquí en el Hotelito, con ese hablar tan argentino que me recuerda a el, y llenó de polvo por el revolcón. Desde ese día Camilo se jactó de ser el único que ha hecho rendir al Che Guevara. Y siempre se lo recordaba, riendo por lo sucedido”, contaba Norberto, cuando se iluminaban sus ojos negros. “En realidad la historia se trataba de una broma mutua, porque el Che lo había sorprendido durmiendo junto a cinco compañeros, al inicio de la lucha revolucionaria, y le dio un gran susto”, volvía al relato, Norberto.
- “Me lo imagino muy estricto al Che”, le seguía preguntando.
- “¡Muy estricto!. Le gustaba que la Columna sea cada vez más profesional. El decía que para ganarles a soldados profesionales, debíamos ser más humanos y más profesionales que ellos”.
Un día lo indague por su muerte, cuando ya las charlas eran cotidianísimas. “¿Y el día que se enteró de su muerte...?”, interrogué, tras la pausa con el café.
- “De su caída en combate...”, me corrigió, cual enseñanza a un alumno. “Por qué Che no murió. Cayo combatiendo internacionalmente, como debe caer un revolucionario”.
- “Perdón. De su caída en combate, entonces...”.
Me recuerdo que se quedó pensativo un instante.
- “Todavía hoy no puedo creerlo. Pensar que estuve a su lado en muchas ocasiones”.
- “¿Qué sintió?”, proseguí.
- “Tristeza. Mucha tristeza. Y dolor, por supuesto. Perdimos a alguien fundamental en nuestra causa. ¡Sabes lo necesario que sería Che hoy, en medio de estas terribles dificultades!”.
Me dejo pensando su frase. Se la devolví, cual obviedad, completándola. “No sólo para Cuba...”.
- “Si, tienes razón. No solo para nosotros”.
- “¿Qué cree qué diría hoy, por ejemplo?”.
- “Nos mandaría al demonio, no sé... era inflexible. Tal vez mandaría al demonio a Fidel también. Es que el Che era muy estricto, no cabía en él medias tintas. No lo sé. También tengo la certeza de que es más difícil el trabajo realizado por Fidel en estos años, de terribles inconvenientes”.
- “La realidad de todos los días es tirana, a veces...”.
- “Si, y en Cuba, generalmente”, me rió.
Condicionantes de los silencios, los amigos del principio y el final nos veíamos con el respeto de la admiración. Mucho más en mi caso, claro. En mi no había mucho al admirar. En él, casi todo. Pero yo sentía su admiración igual. Detrás de las fragancias de humedad y sudadera, había tal vez bohemia, preocupación, cierto aprendizaje. Tímida la calle, siempre nos daba el ruido propicio para no ser escuchados por las dudas del sistema. Con la desconfianza que a esa altura ya se había perdido, pero con la obligación de tenerla presente.
Que ajeno estaba al mundo sureño de mis cansancios y desesperanzas. Ese mismo que olvidado y gris, sea iba marchando, bajando geografía, sumando razones. Como reíamos de nosotros mismos, cuando nos contábamos algunos chistes sobre cubanos y sobre argentinos (y egos). “¿Usted sabe Norberto qué es un cuarteto.... La Sinfónica Nacional de Cuba después de una gira por Europa”.
Había olores tenues, azafrán y café. Mulato, lucumbí, que bajaba la ciudad cual su calle Libertad, ajeno a los recuerdos rotos, descosidos. Los tejados y el cemento desprolijo de las casas, construidas con la proyección de “lo que se conseguía”, las hacia tan eclécticas como sus cantares de bares y charlas. Barcas de mar con baja marea, rococidad de bahías y acantilados, Playa Esmeralda y Loma de la Cruz. Hierbabuena y Holguín. Y aprecio. Tal vez eso lo resuma todo: aprecio de ambos, estima de la más sincera e inmerituable. Centinelas de las oscuridades de la noche, negra vigilia a la que le faltaba lámparas y le sobraba luna, había en nosotros diez propios mandamientos que, como todo, nos anunciaba primero: “no soñaras”. Como ateos a las promesas, incumplíamos los menesteres, una y otra vez.
Cada noche por medio nos volvíamos a encontrar, una vez que bajaba de ver un rato de TV con los muchachos. “Lo voy a matar Norberto. Nunca me deja ir a dormir...”, le protestaba siempre. En la vigilia estrellada de grillos cantores y serenas brisas que dejaban respirar algo el calor húmedo y constante, nada nos impedía, ni siquiera los peores recuerdos. El de Norberto, el de una mujer que nunca terminó de amar por completo, pero que llevaba a su lado más de treinta años. Eso me entere tiempo después. El mío, el de mis cortos amores que, poco menos y como siempre, me tenían olvidando a alguien. Norberto me escuchaba y eso lo respetaba todo, en el silencio, a mi edad de diecisiete. Porque en las noches todo era silencio, hasta el sonido incansable de los grillos, que lo hacían precisamente silencio. La noche del Hotel nos quería filosofar, día por medio, y en esa esperanza, nos dejaba hablar, incansablemente, invariablemente, a joven y viejo, a viejo y a joven.
A veces uno bebe sorbos de la sabía del planeta, esa clase de trago que cura y desgana, que nos acerca al estado de naturaleza, a la razón de seres, humanos, que no puede ser rehusado. Nosotros bebíamos juntos, a cada charla, como venerando las correderas por venir, los “cubitas” que cada noche tomábamos y que posponían horas a la nada. Hospedarse en el piso de abajo me fue agraciado. Casi bendecido. Como el centro de los ojos, como la desilusión pasada. Aventurera madrugada, descanso sin parar, que se hacia lugar para dos, a pesar de las reprobaciones iniciales.
Más que estropearse los ánimos, se acumulaban sensaciones, desfile incesante de presencias. Línea delgada de los corazones, apenas podía cortarse con un respirar, bajo el patio de plásticos verdes del Hotelito, vistiéndose de hada, envileciéndolo todo. Un motivo para nuestros juegos, parlantes, cercanos. Prohibidos de quedar mal más que del hablar, me educaba en el modelo, internamente, como mejor se realiza. Sin mascaras febriles, sin deseos de otros aires, mucho menos de los del día. La noche nos arropaba, apreciando la cobija de su manto, que todo lo puede.
¿Qué distancias eternas tenemos que transitar para encontrar a las personas más intimas? ¿Qué tesoro me había esperado en el país del revolucionario mayor?. ¿Qué tiempo acabaría con mi tiempo, aquel, de ahora, que no queria venir, y despues irse?. Fuimos cultivándonos ambos, Norberto y yo. Fuimos descansando de los sufrires en las charlas que preferíamos mantener en reserva, para no explicar la inexplicable. A nadie.
Yo conocí Cuba, pero también conocí a Holguín, como digo siempre. Y a Norberto. Sin duda, los sitios los hacen las personas. En esos meses del 96 y 97 toque con él la historia que leía en los libros de la Universidad. Y por lo tanto la hice parte propia. Su campera verde oliva y su insignia encontraban motivos eternos para el hablar, a una edad en que el mundo parece olvidarse de uno. Aprecio, como dijimos, de dos hombres de edades distintas. Todo eso, y tanto.
Cuando volví tres años después a la Ciudad de los Parques, ya estaba enfermo, y no pude verlo más. Me quedó pendiente un abrazo de amigo, de espacio, latitud y continente disímil. Un día como hoy, la “grata presencia”, la incansable transparencia de esta ciudad, parecen invitarme un café Cubitas con él. Y acordarme de los meses de estudiante holguinero, cuando conocí a Norberto, el guardia nocturno del Hotelito de Holguín, el que había peleado con el Che.

Holguín, Cuba, enero de 2000.

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